La antigua catedral

El castillo, blanco con líneas negras y matices en gris, tiene ventanas grandes y oscuras con telarañas pegajosas. Adentro hay mucho polvo tapizando el piso, las paredes, el aire… Todo es gris y viejo. Exactamente igual que la última vez. Pero hay algo diferente. El techo sigue estando ahumado por las velas, las ventanas son altas y puntiagudas, el sonido de los insectos correteando por los pasillos aún existe, pero no hay nadie. ¿Qué sucedió?

Afuera, las calles están vacías. La pálida luz del Sol apenas entra. Empiezo a caminar hacia uno de los extremos del pasillo, hacia un rincón oscuro y me encuentro con una puerta maltrecha que pareciera mimetizada con las paredes ornamentadas, sucias y viejas. No tiene cerradura pero se abre ante mí y se cierra con un golpe seco en cuanto cruzo su umbral.

Mi cabeza de vueltas. A mis pies hay algo que parece un plumero con manchas oscuras y secas. Me acerqué para ver mejor.

Reconocí las facciones de aquel ser que tanto me aterraba y que alguna vez me persiguió hasta el cansancio. Reconocí a aquel ser ancestral cubierto de arrugas pero terriblemente fascinante, mortífero.
Empecé a llorar sin entender muy bien por qué. La habitación, casi completamente a oscuras, se cerraba en torno mío. Me empecé a sentir aterrada y sola… pero, ¿por qué?

Sentí la inquietud en mi espalda. Observé un poco, pero no pude ver más que la alfombra sucia, llena de sangre y con el cadáver de aquel ser que alguna vez me aterró. Noté que había algo más, algo que no se veía. Era un sonido rasposo, como si zumbara y se hiciera cada vez más rápido y entrecortado. Había alguien más.

Me levanté lentamente. Qué estúpida. Quienquiera que hubiera matado a mi asesino, seguramente seguía aquí.

Corrí hacia la puerta, pero no la alcancé. De repente, vi muchísima luz y el zumbido creció hasta ensordecerme. Caí. Sentí el duro suelo en mis rodillas y empecé a sentir el dolor…

Joanna Ruvalcaba



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